Uno de ellos ―que era ciego― recordando la fecha, empezó a decir:
―”Otro año que pasa y yo estoy un paso más cerca de la muerte. Esta noche, muchos de los que viven en la ciudad harán un recuento de las obras realizadas durante el año que termina y son muy pocos los que se sentirán verdaderamente satisfechos. Pero gente como nosotros, yo especialmente, gracias a mi ceguera, puedo decir que he gozado uno de los más felices años de mi existencia”.
Atentos al fuego, entregados a profundas reflexiones quizá, los demás ahí reunidos permanecen inmóviles. Después de una pausa, el ciego continuó hablando.
―”Ha sido un año en el que no he visto ningún desastre, ni me ha ocurrido desgracia alguna. No he tenido deseos insatisfechos, porque nada he deseado. Para mí, el campo siempre es hermoso; la ciudad mágica y tranquila; el cielo eternamente azul y las personas, todas, bondadosas. Ahora mismo, aquí frente a la hoguera, me imagino que estoy en mi hogar, rodeado de familiares y amigos, gozando de la más alegre velada de fin de año que haya disfrutado en mi existencia. En una palabra, me siento feliz”.
Después de decir aquello, el ciego se quedó callado, como esperando una respuesta. Se acomodó en un sillón imaginario, y sus ojos inútiles se quedaron fijos, inmóviles en su oscuridad.
Otro de los ahí reunidos ―que era sordo―, había estado observando al ciego mientras hablaba, leyendo en el movimiento de los labios lo que aquél decía. Cuando el ciego hubo terminado, el sordo habló a su vez, diciendo:
―”Para mí el tiempo no existe, porque he dejado de contar los días, los meses y los años. He dejado de preocuparme por el tiempo y me he sentido satisfecho. He mirado con buenos ojos y me han visto de igual manera. He hablado para pedir y me han dado. Para mí todo es tranquilo porque mi mundo es silencioso. En los días ruidosos para los demás, yo conservo la calma. Gracias a mi sordera no escucho tragedias, ni alegrías, ni lamentos. He visto el llanto, sí. Lo he tocado, probado y enjugado. Pero sentir tristeza algunas veces, ha sido como escuchar dentro de mí el grito de la vida. Por todo esto, estoy conforme y feliz”.
Al terminar su monologo, lanzó al fuego un madero que se encendió silenciosamente.
El tercero ―que era mudo―, después que hubo oído al ciego y al sordo expresar su forma de interpretar la felicidad, acarició a su vieja guitarra, compañera inseparable, y comenzó a tocar. La música era su voz; tierna y sollozante; alegra y rítmica. Habló de nostalgias; de alegrías, de recuerdos, de amores y de cómo la felicidad habría sus brazos amorosos a todo aquel que la deseara y que estuviera convencido de quererla. Era su música de un lenguaje tan claro, tan sencillo y tan sabio, que los sonidos se transformaban en imágenes a los ojos de los ciegos y en palabras melodiosas en los oídos de los sordos.
De los ojos muertos del ciego brotó el llanto de la felicidad. Y el rasguear de la mano del mudo sobre las cuerdas de la guitarra, lo sentía el sordo como rasguños en el corazón.
Y los tres ―el ciego, el sordo y el mudo―, se pusieron de pie llenos de súbita alegría y bailaron alrededor de la hoguera. Abrazos, besos, tropezones, risas y muecas, se sucedieron en una confusión tan extraña y grotesca que si alguien los hubiera visto en ese momento, habría huido espantado, pensando que se trataba de una congragación de fantasmas o hechiceros.
De pronto, tan súbitamente como habían comenzado, se detuvieron, como despertando de un sueño. Habían recordado a su compañero, el cuarto de aquella singular reunión, el único que no había participado en ninguna de sus expresiones de felicidad. Se volvieron a mirarlo y… adivinaron en él al más feliz de los mortales: un sordomudo ciego.
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