Ya no recuerdo cuánto tiempo llevábamos así; viviendo en esa zozobra, escondidos de día y saliendo sólo de noche para conseguir algo de alimento para nuestras familias.
Recuerdo que éramos más de 100 habitantes en nuestra colonia. Ahora sólo quedábamos unos cuantos. 14, para ser exactos, entre pequeños y adultos. Los demás habían sido devorados por “la bestia”.
Recuerdo que éramos más de 100 habitantes en nuestra colonia. Ahora sólo quedábamos unos cuantos. 14, para ser exactos, entre pequeños y adultos. Los demás habían sido devorados por “la bestia”.
Había más colonias y más refugios, pero a ciencia cierta no sabría decir cuántos habitantes quedaban vivos aún.
Sí, “la bestia”. Un enorme y feroz animal que desde hacía meses merodeaba por
los alrededores sembrando el terror y la muerte en la región. Era cincuenta veces más grande que nosotros. De enormes fauces, agudos colmillos y aliento pestilente, según contaban los pocos que habían sobrevivido a su ataque. Yo sólo la había visto desde lejos un par de veces, y en verdad que inspiraba terror. Desde entonces… desde que la bestia apareció en nuestras vidas vivíamos así; en constante zozobra y con el miedo a flor de piel. Mal dormíamos, siempre vigilantes ante el temor de que diera con nuestro refugio y nos atacara. Mal comíamos; con ese horrendo animal siempre acechando de día y de noche, era difícil salir a conseguir comida. Pero aun así, teníamos que hacerlo… teníamos bocas qué alimentar. Nuestras familias dependían de nosotros; los únicos seis adultos que quedábamos.
los alrededores sembrando el terror y la muerte en la región. Era cincuenta veces más grande que nosotros. De enormes fauces, agudos colmillos y aliento pestilente, según contaban los pocos que habían sobrevivido a su ataque. Yo sólo la había visto desde lejos un par de veces, y en verdad que inspiraba terror. Desde entonces… desde que la bestia apareció en nuestras vidas vivíamos así; en constante zozobra y con el miedo a flor de piel. Mal dormíamos, siempre vigilantes ante el temor de que diera con nuestro refugio y nos atacara. Mal comíamos; con ese horrendo animal siempre acechando de día y de noche, era difícil salir a conseguir comida. Pero aun así, teníamos que hacerlo… teníamos bocas qué alimentar. Nuestras familias dependían de nosotros; los únicos seis adultos que quedábamos.
Un empujón y otra seña me sacaron de mis cavilaciones… la noche había cerrado y había que iniciar una vez más la odisea de salir, conseguir comida y regresar con vida a nuestro refugio… algo que era cada vez más difícil porque la bestia poseía un oído y olfato altamente sensibles, además de una visión nocturna que le permitía moverse y ver como si fuera de día.
Cada día, o mejor dicho cada noche, teníamos que movernos por diferentes caminos tratando de esa forma de despistar al enemigo. Aun así, cuando menos lo esperábamos, un zarpazo y adiós… uno menos. Siempre teníamos la vida en un hilo. Hoy era uno, mañana podía ser cualquiera y nada podíamos hacer… aquel animal era demasiado grande para enfrentarlo.
En esto pensaba cuando empezamos a movernos despacio y agazapados entre la maleza y los matorrales, tratando de hacer el menor ruido posible. No hacía frío y, sin embargo, un constante escalofrío me hacía estremecer de la cabeza a los pies. Sentía cómo un sudor frío empapaba mis manos y perlaba mi frente. Aquella noche había luna, pero para nuestra fortuna algunas nubes la cubrían parcialmente, dejando pasar sólo un poco de su luz.
Así, deslizándonos entre la yerba, llegamos hasta un tronco caído y decidimos detenernos para tomar un respiro y decidir en qué dirección iríamos esa noche. Todo era silencio… podía escucharse nuestra respiración y el acelerado latir de nuestros corazones que amenazaban con salirse de nuestros pechos. A lo lejos se escuchaba ladrar un perro. No hacía viento. ¡Qué bueno!, pensé, intentando darme valor, así a la bestia no le será tan fácil olfatearnos.
Decidimos el rumbo a seguir y nos asomamos por encima del tronco para inspeccionar el terreno. La tenue luz de la luna que se filtraba entre las nubes nos permitía ver con relativa claridad una considerable extención de aquel terreno, cubierto casi en su totalidad de pasto y arbustos. Si bien es cierto que con la luz de la luna podíamos ver mejor, también era cierto que nosotros quedábamos más expuestos y la bestia podría vernos más fácilmente.
Estábamos por ponernos de nuevo en movimiento cuando de pronto se escuchó un fuerte gruñido que nos heló la sangre y nos dejó paralizados de terror. No sé cuánto tiempo me quedé así; paralizado y mudo de miedo… ni siquiera sentí cuando uno de mis compañeros me jaló de una mano y me hizo caer de arriba del tronco. De nuevo otro gruñido y todos nos quedamos viéndonos unos a otros sin saber qué hacer. Era indudable que la bestia estaba allí, en algún lugar cercano a nosotros porque podíamos escuchar su gruñido fuerte y claro. Alguien pensó en regresar al refugio, pero decidimos que era peligroso y lo mejor era quedarnos allí sin hacer ruido.
Los gruñidos se siguieron escuchando, pero parecían venir del mismo lugar, es decir, parecía que la bestia no andaba merodeando, no estaba en movimiento sino que permanecía en un mismo sitio, y eso no era nada usual en su comportamiento, como tampoco lo era el alertar con sus gruñidos a sus posibles presas. También nos dimos cuenta de que el gruñido que escuchábamos no era su gruñido habitual… el que emitía para aterrorizarnos. No... en este gruñido se percibía más bien dolor en vez de agresividad. Como si algo le doliera… como si estuviera sufriendo mucho.
Armándonos de valor nos encaramamos de nuevo sobre el tronco para poder ver mejor. La luna se había movido en el cielo y en ese momento ninguna nube opacaba su luz. Aun así, con suficiente claridad, no se veía nada fuera de lo común en aquel terreno que todos conocíamos muy bien a fuerza de recorrerlo todas las noches. Una vez más el gruñido y fue entonces que alguien susurró: “¡Allá, miren, allá… entre aquellos matorrales!”. Todos, abriendo tamaños ojos, dirigimos la mirada hacia donde el compañero señalaba. ¡Sí… era cierto! Allá, entre los matorrales estaba la bestia. Gruñía y se revolcaba en el suelo… parecía estar sufriendo de intensos dolores. “Parece que está herida”, dijo alguien a mis espaldas. “Eso parece”, le contesté sin quitar los ojos de encima al animal. Allí estuvimos un buen rato, viendo cómo se revolcaba y gruñía, hasta que poco a poco fue dejando de hacerlo. Seguramente se está muriendo, pensé, mientras sentía que me invadía una cálida ola de alegría que le devolvía el calor y el color a mi cuerpo. Como dice el dicho; “Sentí que me volvió el alma al cuerpo”.
Al fin, al cabo de una media hora, la bestia quedó inmóvil y en silencio. Nosotros permanecimos sobre el tronco media hora más, con la vista fija en el animal, atentos a cualquier reacción, pero ya no volvió a moverse ni a gruñir. Teníamos miedo, pero era necesario ir a verlo de cerca. Teníamos que estar seguros de que había muerto y sólo había una forma de comprobarlo.
Con miles de precauciones y mucho miedo nos fuimos acercando a donde se encontraba tirado el enorme animal. Caminábamos muy despacio para no hacer ruido, pero yo sentía que nuestros corazones y nuestras pisadas se escuchaban a kilómetros de allí. A prudente distancia, desde atrás de unos arbustos, pudimos ver el enorme hocico de la bestia. Lo tenía cubierto de una espuma amarillenta y la babaza le escurría hasta el suelo. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en la nada. Era una fría mirada de muerte. Sí, no había duda, alguien había envenenado a la bestia.
No sé cuánto tiempo pasamos en aquel lugar contemplando en silencio al enorme animal, hasta que alguien de los compañeros en tono de admiración, como si no lo creyera, como si fuera un sueño musitó: “está muerta… la bestia está muerta”. Fue entonces que reaccionamos todos; ¡sííííí… era verdad… la bestia estaba muerta… y bien muerta! Saltamos de nuestro escondite y corrimos al refugio a llevar la gran noticia. ¡Mataron a la bestia, mataron a la bestia!, gritábamos a voz en cuello mientras corríamos hacia el refugio. ¡Hey… salga todo mundo… ya no hay peligro, ya no tengan miedo, han matado a la bestia, ya no podrá hacer daño a nadie!
Al escuchar nuestros gritos salieron nuestras familias, y otras familias de otros refugios también empezaron a salir. Incrédulos se acercaban para preguntar si era verdad lo que veníamos gritando. ¡Claro que es verdad!, contesté. Allá, entre aquellos matorrales está la bestia bien muerta. ¡Sí!, gritó un compañero, nosotros la vimos, está muerta para siempre, ja,ja,ja,ja. Por fin alguien ha matado a la bestia… Por fin han matado a ese maldito gato. Y llenos de alegría, grandes y pequeños nos abrazamos y cantamos jubilosos.
Esa noche, todos los ratones del vecindario organizamos la mayor fiesta de que se tenga memoria, pero eso ya se los contaré después.
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