Chila


La de Chila era la única casa en mitad de aquel estrecho callejón —sin salida al fondo— por el que difícilmente se podía transitar. El agua de la temporada de lluvias y la que escurría de "los tanques" de la calle Morelos la mayor parte del año, corría por el susodicho callejón hasta perderse en una alcantarilla allá, en el fondo.

Era este un callejón de algunos tres metros de ancho y treinta o cuarenta de fondo; sin empedrado ni mucho menos banquetas y con bardas de adobe semiderruidas cubiertas de hierba. Del fangoso suelo únicamente sobresalía el caminito de piedras que la misma Chila se había construido para el ir y venir entre la calle y su casa.

Era Chila una mujer bajita de algunos sesenta años, más bien gordita y de tez blanca. Siempre vestida de negro con ropajes a la usanza antigua, como se acostumbraba a principios del siglo pasado. En su casa trajinaba con la cabeza descubierta. Cabeza de abundante cabello; cabello entre negro y cano que se dejaba crecer hasta la mitad de la espalda, y que cubría con un mantón negro para asistir a los oficios religiosos que se celebraban en el Santuario del Sagrado Corazón, que era para lo único que salía de su casa.

Era la cara de Chila la de una anciana de aspecto agradable y bonachón; redonda, blanca y apacible. No tenía cejas. Pero eso para ella no era problema, ya que solucionaba ese pequeño detalle pintándoselas ella misma con un dedazo del tizne de una olla, o del mismo comal, que siempre tenía sobre el fogón. La misma blancura de su piel hacía que resaltaran aquellas enormes cejas entiznadas, dándole la apariencia de mono de ventrílocuo.

Jamás le conocí pariente alguno, ni visita que no fuéramos mi abuelita y yo. ¿De qué vivía? ¿Qué comía? No lo sé. Mi abuelita Sabina ocasionalmente le llevaba algo de lo que ella cocinaba, pero no siempre. Quizá algunas otras vecinas harían lo mismo. No lo sé. La primera vez que entré a la casa de Chila fue por esa razón; mi abuelita le llevó algo de comer.

Era, la de Chila, una vieja casa de adobes que hacía un gran esfuerzo para sostenerse en pie, al tiempo que sus derruidas paredes hacían malabares para no dejar caer el techo de carrizos y tejas que sostenían. Ya no se podía entrar por la puerta. Aquella puerta carcomida por los años y la polilla estaba pegada al suelo, aplastada por el peso del dintel que ya no tenía dónde apoyarse. Había que entrar por el hueco dejado por los adobes caídos de la barda a un lado de la puerta. Hueco, por cierto, más amplio que la entrada original.

Entrando, un pequeño corredor de unos cuantos pasos. A mano izquierda un portal y el acceso al dormitorio de Chila. Al frente un pequeño patio, devorado por completo por la sombra de una parra sostenida a unos dos metros de altura, sobre una cama hecha con carrizos, trozos de madera y alambre, de ese para hacer los corrales a las gallinas. Ese día no tenía uvas.

Más al fondo, pasando la enramada, la cocina; con leña ardiendo en su fogón y algo que hervía en una olla de barro. En sus paredes podía apreciarse, —donde el hollín lo permitía—, lo que había sido una pintura como de flores dibujadas... como simulando papel tapiz. Pequeñas ollitas y cazuelitas de barro colgaban de las paredes. Ocultas tras gruesa capa de hollín, habían quedado la brillantez de la laca y la obra del artesano que plasmara en ellas sus artísticos decorados.

Toda la casa tenía piso de baldosa de barro, —o de jarro—, como le dicen acá. Baldosas siempre húmedas y cubiertas de musgo y lama, sobre las que había que caminar con las uñas de los pies hincadas en las suelas de los zapatos, para hacernos la ilusión de que así no vamos a resbalar.

Entrar al dormitorio de Chila era como entrar en otro mundo. Un cuarto oscuro, húmedo y sin ventanas. Una vieja cama de latón en la que no quedaba el menor vestigio de lo que fuera su dorada y brillante cubierta. A un lado de la cama, para alumbrarse de noche,  un aparato de petróleo sobre un banquito de madera de tres patas. En las paredes colgaban viejos marcos, cuadrados algunos, ovalados otros, hechos de madera tallada, pero ya todos sin el brillo del barniz. Algunos conservaban aún sus vidrios aprisionando antiguos personajes que quizá luchaban por no desaparecer diluidos en el papel amarillento, o quizá, por qué no, felices de desaparecer y poder escapar por siempre de su prisión. Fotos de familiares quizá, o de la misma Chila en sus años de mocedad. Lo único nuevo que pude apreciar en aquel cuarto fue un calendario de "La Moderna" de ese mismo año, en el que pude leer; "Feliz año 1966".

Tenía Chila en un rincón de su cuarto un viejo y enorme baúl de madera —de esos que yo había visto en los cuentos de piratas— y que estando abierto, pude ver que contenía ropa vieja y arrugada, toda de color negro. Junto al baúl había un armario que no me gustó porque no tenía espejos, como el ropero de mi casa. En otro rincón tenía esta señora un otate de unos dos metros con unas tijeras atadas con un hilacho en un extremo. No resistí la curiosidad y le pregunté para qué servía eso. "Es para espantar a los malos espíritus que vienen en las noches a robarme el sueño", me dijo Chila muy seria. Y sí, yo no entendí de qué se trataba eso de los malos espíritus, pero esa vez y otras muchas que fui  a visitar a Chila, le escuché contarle a mi abuelita de los espíritus y apariciones que no la dejaban conciliar el sueño, y pasaba las noches en vela tratando de echarlos de su cuarto con rezos y el otate de las tijeras. Pero así como algunas veces los espíritus huían al primer rezo o amague de tijerazo, muchas otras solamente les hacía huir el canto de los gallos con la llegada del alba. Era entonces cuando Chila caía exhausta de cansancio y de sueño.

Los chiquillos del barrio le decían Chila la loca. Yo jamás lo hice. Mi abuelita me enseñó a respetar siempre a las personas mayores, y a todas, desde luego. Pero en más de una ocasión escuché a algunas de estas personas mayores decir que era verdad que Chila estaba loca. Lo cierto es que la mayoría de los chiquillos le temían. Le temían sin razón, porque yo nunca escuché a Chila decirle o hacerle algo a ninguno. Y la veíamos con mucha frecuencia dado que el callejón era una de nuestras áreas de juegos preferidas. Tampoco tuve conocimiento de que le dijera o hiciera algo malo a nadie del vecindario. Y sin embargo decían que estaba loca.

Decían que estaba loca porque iba por la calle hablando sola. ¡Vaya tontería! Quienes así la juzgaban no alcanzaban a comprender que no hablaba sola. Hablaba consigo misma. Hablaba quizá con algún ser querido que en su mente le acompañaba siempre.

Decían que estaba loca porque creía en fantasmas. ¡Vaya tontería! Todos tenemos nuestros propios fantasmas... son nuestros miedos disfrazados. Habría qué ver quién está más loco, si quienes los evadimos o quien los enfrenta y habla con ellos. Si quienes nos escondemos bajo las cobijas y no nos dejan dormir ni de día ni de noche,  o quien les declara la guerra a tijerazos peleando por su sueño.

Vivir una soledad de tantos años como la de Chila, hace que cualquiera comience a hablar solo. Que comience a crear fantasmas para platicar o pelear con ellos. Cualquier cosa para no estar solo.

Decían que estaba loca. Pero nunca supe de alguien, además de mi abuelita, que se sentara largas horas a platicar con ella. Que le prestara atención y escuchara sus barahúndas. Que se preocupara por saber si no estaba enferma o si tenía qué comer.

En ese 1966 no podía comprender la personalidad de Chila, pero ahora, cuarenta y tantos años después, cuando he sentido las heladas manos de la soledad cerrándose sobre mi cuello, la comprendo. Pero yo no hablo solo aunque muchos así lo crean. No, yo hablo con Chila. Ella es la que viene con su otate, sus rezos y sus tijeras a liberarme de mis fantasmas. Los echa de mi vida para que así yo pueda dormir tranquilo.

D'laCroix.

A la memoria de Chila.

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