El bombín - Del libro de cuentos "Céfero" de Xavier Vargas Pardo

  
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El muchacho tenía apenas unos once años y estaba más desbozalado que un matancero de profesión.
   Su gusto era hacer maldades, y si no había más, se las hacía él mismo. Allí, en la casa del finao don Prisciliano, pariente mío no muy retirado, contaba con un buen tramo de patio y de corral para hacer sus diabluras; pero no, había de andar por las calles en puras vagancias aunque le rajaran las nalgas con una vara de membrillo por lo menos dieciséis veces a la semana. Doña Librada lo arremilgaba más de la cuenta; desde que murió el buen hombre de su esposo —a quien Dios tenga en su Santa Gloria—, tenía consentido al mocoso quesque porque era el vivo retrato del finao y lo quería traer vestido como si fuera persona mayor: zapatos rechinones con botonadura de
horquilla, medias de popotillo, pantalón corto con la raya muy derecha, camisa almidonada de mancuernillas, bien rapao con la máquina del cero y con un bombín verde retacao de papeles que de todos modos se le sumía al muchacho hasta las orejas porque le quedaba re sobrao de medida. Aquel gorro se lo había encargado doña Librada con muchas recomendaciones a Agapito, el maestro barillero, en una de sus idas a la capital.
 

—Tío Céfero —me decía Epitacio—, ya no aguanto al güero Ávila dándome sopapos en el bombín; qué no ves pues que me trai de encargo desde que Agapito me trajo la… tarugada esta…
   —¡Cállate! Te lo encargó tu madre pa que te veas como la gente decente; no seas mal hablado.
   —¡Me queda guango!
   —No le hace; métele más tiras de periódico.

   —¡Está muy verde!
   —Así se usa en la capital, no seas tonto.
   —¡Está muy duro!, mira… —y lo sonaba contra el suelo.
   —Es de buena calidá.
   —Mejor lo echo a la noria del atrio, tío Céfero.
   —¡Te mata tu madre a palos y me pone a que te lo saque! Ni lo pienses.
   —¡Pos entonces no voy a ninguna parte con él!
   —No vayas.
   —¡Lo zambuto en la noria!
   —Te gritan “¡Pelón cabeza de coco!”, y te dejan cacarizo a coscorrones.
   —¡Que me griten!
   —¡Que te calles!
   —¡Lo apachurro!
   —Si te ve tu madre prepárate pa los varazos.
   —¡Lo apachurro!
   Y en cuanto acababa de decirlo levantaba el gorro lo más alto que podía, lo retachaba sobre el piso y luego daba dos o tres brincos sobre él; se hacía chicharrón, pero como era de buena calidá, pos, dándole un golpecito, tronaba y se ponía otra vez como nuevo, muy inflado y redondo.
   —El día que regreses sin el bombín te echo al tapanco, te quito la escalera y allá te quedas —le decía doña Librada, y Epitafio regresaba con el sombrero hecho chucho, aplastado o puesto de mala gana con alguna tira del periódico saliéndosele de los forros.

   Era un problema: si se lo quitaba, la palomilla le mallugaba la coca de mil maneras; y si andaba con él puesto, no se diga. Problema pa todos. Yo estuve mes y medio con un cólico debido a lo mismo, y el comandante del juzgado tuvo que poner en movimiento a todos los gendarmes del pueblo —por orden de doña Librada— pa alcanzar a unos maromeros que se lo habían comprado a Epitafio porque le ajustó requetebién al oso del programa.
   No pasaban cinco días sin acontecimientos por culpa del maldito gorro. Ya también a mí me estaban dando ganas de hacerlo perdidizo si no le hubiera dado un patatús a doña Librada y si no hubiera habido el peligro de que Agapito trajera el siguiente amarillo o morado.

   Un día la pobre mujer se quedó trabada cuando se encontró a Epitafio con el bombín lleno de agua y de animalitos.
   —¡Mira, mamá —dijo el sinvergüenza por no dejar—: son cortatripas, luego se hacen tepocates y luego sapos!
   Siguieron varias semanas en que los compañeros de la doctrina y de la escuela le tenían colmada la medida al bribón a fuerza de gaznuchos y sombrerazos; eso por una parte, y por otra, la orden que tenía el peluquero de meterle corte con la herramienta más fina que le dejaba la cabeza como bola de billar, acabaron por hacer que el muchacho se la pasara escondiéndose o castigado. Siempre con un ojo al gato y el otro al garabato. Desconfiado y respondón; sacaba las uñas al menor enojo y nunca le faltaban dos o tres piedras en las bolsas de los pantalones pa fin de pararle las patas a los más encajosos. Doña Librada le zumbaba porque se quitaba el bombín; en la escuela, porque no se lo quitaba; y en la doctrina, porque preguntaba si era de casquete el corte de pelo que tenía San Francisco.
   —Así quiero peinarme yo también, señorita.
  —No seas necio, así sólo se arreglan los frailes. ¿Ya aprendiste los mandamientos?
   —Yo también quiero el pelo de casquete con una ruedita en la crisma. Nomás una ruedita, no rapao diatiro con toda la sidra de fuera…
   —… y a tu prójimo como a ti mismo, Amén.
   —… o de perdido a la Boston.
   —¡Estudia el catecismo!
   Era el cuento de nunca acabar. Doña Librada no entendía de razones. Ordenaba que el niño anduviera como el finao de su padre don Prisciliano Mendoza y le jincaban otra vez los zapatos de horquilla, las medias de popotillo, la camisa de mancuernillas y el bombín verde con su relleno de tiras. Seguido salía yo raspao porque la mujer me echaba mis indirectas de entrometido cuando defendía de los moquetes a mi aporriao sobrino. Si de por sí era encimoso y trillaba a media humanidá cuando se le ponía sacar algún permiso, luego que se dio cuenta que doña Librada lo compadecía por los sufrimientos del bombín, no había capricho en que no se saliera con la suya: que un dos pa pingüicas, que un diez pa cocadas o queso de tuna, que otro pa nieva raspada o changungas, a todas horas moliendo gente y trague y trague sin llenura.

   —Parece que tienes lombrices, muchacho, a chaleco has de andar chupando algo.
   —Muy mis ganas.
  —Al paso que vamos contigo de guzgo, cualquier rato te vas a quedar empachao de pepinos y chúrenes verdes, o te van a dar el aplaque los cuates que amuelas.

   —¡Qué bueno…! —y cambiaba de plática—: En el corral tengo un nido de culebras, tío Céfero.
   —¿De culebras? ¿En qué parte?
   —Sólo yo sé —me contestó dándole una mordida a la jícama untada de limón y chile que se atragantaba.
    —¡Hay que matarlas…!
  —¡No, son pa fregarme al güero Ávila! —y resoplaba por lo enchilado chupándose la punta de los dedos.
   Tardamos tres días pa fin de encontrar, espiándolo, seis viboritas como de una cuarta adentro de una cubeta con paja.
  —¡Me mataron mis culebras! ¡Me las mataron! —decía llorando y revolcándose en el suelo—, ¡Me la pagan! ¡Mela pagan!
   Y sí fue cierta la amenaza. A los cuantos días llegaron con él de la mano el secre del juzgado y el señor cura Morfín, la madre directora del colegio, otros mirones y como cincuenta chiquillos que llenaban el ancho de la calle. Cuando vi semejante tropa y todas las autoridades del pueblo encabezadas por Epitacio, no lo creyeron mis ojos. Nomás hacía falta un repique de campanas y el sacristán por delante pa que hubiera parecido la llegada del señor obispo.

   —¿Está la madre de este muchacho?
  —Sí, señor secretario… ¿Hizo algo malo el candingas? —pregunté haciéndome maje.
   —¿Usted qué cree? ¡Acaba de ensartar con una navaja al hijo del señor Ávila! Está muy grave.
   “Esta vez se funde la vieja”, pensé pa mis adentros.
    —Pasen ustedes… voy a llamarla.

    Después que resucitamos como cien veces con sobadas de mezcal y árnica a doña Librada, me fijé que por primera vez Epitacio estaba mudo y triste. Quietecito, con los ojos caídos, escurriéndole chorros de lágrimas y temblando de pies a cabeza sin atreverse a decir nada. Todos le hacían preguntas y lo estrujaban.
   Doña Librada: —¿Qué fue lo que hiciste, hijo?
   El señor cura: —¿Quién te dio la navaja?
  El secre: —¡Se la metió por el ombligo hasta la cacha! ¡Lo dejó bien tirante…!

   La madre directora: —Ojalá no se muera.
   Y otra vez el curita: —¿Por qué le diste? ¡Contesta, muchacho!
   Yo me le acerqué por detrás a Epitacio y le puse la mano sobre el hombro. No podía hablar y seguía temblando; luego, por alguna parte de ala entrepierna le empezó a gotiar sangre. Fijándose bien, le bajaba desde la nuca por toda la espalda. Epitacio seguía callado mientras yo le fui quitando poco a poquito el bombín con las tiras de periódico ensangrentadas pa fin de mirarle debajo: a merita media cabeza tenía una pizporria abierta y negruzca del tamaño de un jitomate. Parecía no sentir el golpe. Lloraba por otra razón el muchacho, pue que haya sido de purita tristeza y espanto.

   Fue difícil salir de aquel apuro, pero como no dijo ni media palabra, los centavos de la viuda y el dotor hicieron lo que faltaba. No volvimos ver al güero Ávila.
   En el tiempo que duró con los parches y cicatrizándole el descalabro, le fue creciendo el cabello a Epitacio mientras él se lo tentaba a golpecitos y luego se lo tallaba por horas y horas con todo cuanto traiba en las manos.
  —Tío Céfero —me dijo un día sacando de la bolsa un paquete—, mira, lo compré con Agapito —y me enseñó un peine de a diez fierros que guardaba muy bien envuelto.
   No le duró mucho el gusto; en cuanto le cerró bien el cuero y los mismos pelos le despegaban los parches, doña Librada lo llevó casi a rastras con el peluquero:
  —¡Caprichudo y malcriado! ¡La gente no te ha de ver con las greñas colgando! Tú eres un niño decente y distinguido, no guandajón como otros.
En esa ocasión Epitacio rompió a pomazos los espejos de la peluquería y se cortó adrede las manos con los vidrios que brincaron, se tiró vestido a media pila en la plaza y bailó sobre el bombín cuantas veces se lo ensartaron.
   Llegó en esos días quién sabe qué fiesta del calendario, y aparte de todas las cosas que se hacen pa celebrar y aumentar el regocijo de los vecinos, en una esquina de la plaza empezaron a parar un palo ensebado. Lo había dado don Lencho Martínez, el dueño de “La Esperanza”, una de las tiendas más surtiditas.

   Epitacio estuvo presente en todas las maniobras, desde que llevaron el morillo pa untarlo de sebo hasta que le colgaron los regalos y las cajas de ceniza y güinumo que de tan bien envueltitas y adornadas parecen la mera verdá. Cualquiera cre que es un par de zapatos o algún tiliche que sirva para algo; pero nada, todo lo que está envuelto ni pa qué hacerle caso, sólo sirve pa echarles mugre a los de abajo. Entre las chácharas que colgaron estaba una cachucha blanca de esas que se ponen los que juegan pelota. Cuado la vio Epitacio corrió a buscarme sin perder tiempo.
   —Tío Céfero, yo quiero ganar la cachucha.
   —¡Estás loco! Sólo los labregones se pueden trepar hasta arriba.
   —¡También yo puedo!
   —¡Eres una ladilla! Aguas y secas friegas más que un par de tijerillas en las orejas.
   No me dejó descansar en toda la mañana pa ver de qué modo le podía arreglar el asunto de la subida al palo.
   —¡Te subes tú, tío Céfero!
   —Ni que estuviera diatiro ido…
   —¡Pos entonces yo sí me subo!
   —¡Te destripan el la refriega, muchacho terco!
   —No tengo futis… ¡Que me destripen!

   Me tuve que ir detrás de él pa estar al pendiente y no tener que encerrarlo si se enteraba su madre.
   A la hora del mero solazo la gente se empezó a juntar alderredor del palo que al final de cuentas había quedado bien alto. Poquito después ya estaban allí un apilo de vagos y atrabancados esperando la señal para empezar a treparse. En ese momento salió el dependiente de “La Esperanza” y les dijo:
   —¡Que se pongan aquí todos los que se van a resbalar en el palo de don Lencho!
   —¡Tío Céfero —me dijo Epitacio abrazándome las piernas—, déjame subir por esa cachucha.
   —¡No puedes! ¡No seas molón! Si sigues con tu monserga te voy a revolver un cuarterón de maiz con uno de frijol pa que los separes.
   —¡Déjame subir, tío Céfero!
   —¡Te llevo a tu casa si sigues, no tiene remedio!
   Ya habían empezado a encimarse unos sobre otros los que querían hacer punta. Son los que llevan la pior parte. Se vienen con las costras de sebo y cinapo escurriendo desde las narices a cada resbalada. Al principio van limpiando el morillo y se llenan de quemadas los brazos y las piernas. El sebo se calienta con el sol y cuando vienen de bajada hasta les sale humo de las corvas. Epitacio me seguía diciendo que lo dejara; no podía oírlo por el griterío de los mirones. A veces casi llegaba alguno hasta la punta y luego se venía de carambazo empujando a todos los que seguían por debajo.
   —¡Déjame, tío Céfero… no la friegues! Así ya no tengo que volverme a poner el bombín.
   —¿No entiendes? ¡Que no vas! ¡Que te estés sosiego!
   —Le va a tocar a otro agarrarla… Mira, ¡ya la están alcanzando!
   Y sí, el que estaba más arriba cogió la punta de un pantalón y lo echó pa abajo. Al cair entre la bola y con los tirones que le daban, unos se quedaron con una manga y otros con otra; luego otra vez se resbalaron hasta el suelo sudando a sartenadas y llenos de sebo derretido. Epitacio se quitó el bombín y … ¡zaz!, como siempre, lo retachó contra las piedras, lo hizo tortilla y luego se me peló de quedito sin que yo lo notara; casi a gatas se metió entre los que estaban tratando de volver a subirse, y en cuanto me di cuenta ya estaba empujándose pa’rriba del palo. Lo siguió otro y luego otro más.
   —¡Bájate de allí —le gritaba—. ¡Te va a matar tu madre!
   Él no me hacía caso ni yo podía ya bajarlo.
   —¿Quién es? —preguntaban.
   —Epitacio, el de doña Librada.
   —¡Jesús, María y José; se va a matar el muchacho!
   —Está livianito, quién sabe y sí llegue.
   —¡Qué va a llegar! ¡No va a durar ni la víspera!
   Más y más pa’rriba. A veces cuando ya no podía se daba un empujoncito en los hombros del que le seguía por debajo, bien pegao contra el palo como con cera de Campeche y con la cabeza más blanca y brillosa que si juera de parafina.

   —¡Pelón cabeza de coco! —gritaban los mirones.
   Epitacio no bajaba ni un dedo, más alto cada vez; le ayudaban los otros y poco a poco fue llegando hasta arriba hecho una compasión sin despegar la vista de la cachucha. Tardó un buen rato en el último tramo. Yo sentía que el muchacho se iba quedando sin fuerzas y que ya no podía subir ni un cachito; pero por dentro, claro está, me daban ganas de que les echara la mano a los premios. Le faltaba rete poquito, diatiro una prisca.
   —Pelón, pelonete, cabeza de cuete…
   —¡Válgame Dios, es el hijo de doña Librada!
   —¡Por ahí te vienen ya con la vara, demonio!
   —¡…con un chirrión pa bajarte!
   —¡No te rajes, calamidá, ya estás llegando!
Por fin se cogió del travesaño y toda le gente pegó un alarido de gusto:

—¡Ya llegó! ¡Ya llegó! ¡Epitacio les ganó a los otros!
Lo primero que descolgó fue la cachucha y como pudo, con una mano, se la acomodó en la cabeza.

—¡Siéntate en la mera punta pa que descuelgues todo!
—¡Epitacio fue el mejor! ¡Epitacio llegó hasta arriba! ¡Pelón cabeza de coco, aprovéchate! —decían a todo galillo.
   De pronto se le soltaron las piernas del palo y al momento se acabó la gritería. Enmudecieron. Se quedó colgando de un barrote de la cruceta. Como la fajilla era delgada comenzó a doblarse y Epitacio quiso alcanzar con los pies otra vez el morillo pa poder sostenerse. No podía. Nadie parpadeaba… Se columpiaba tratando de caminar un poco con las manos, hasta que logró enganchar con los talones el palo. Se estaba arrimando con mucho trabajo cuando vimos desgajarse la tira de arriba y a Epitacio venirse de cabeza sobre todos nosotros. Los de más adelante se hicieron pa’tras en vez de apararlo. Me tapé los ojos pa no verlo, pero sentí el golpe de su cuerpecito sobre las piedras. Luego se amontonaron alrededor pa mirarlo. Ya no pudo moverse, se quedó así, encogidito. Quién sabe qué hablaban  arrimándose pa ver desangrarse al chamaco. La cachucha que todavía tenía puesta ya no era blanca… ¡qué esperanzas!
   “¡Que no se muera, Dios mío!”, pensaba yo apretando con una mano el bombín que había recogido del suelo y con la otra la de Epitacio que se me iba enfriando al pasito. “¡Que no se muera mi niño! ¡Que no se muera!” Hasta que abrieron campo pa que se acercara doña Librada que llegó corriendo como extraviada.
   —¡Hijo de mi corazón! —gritó su madre al verlo.
Algo se dio cuenta el niño porque movió tantito los labios, pero todos nos quedamos en ayunas de lo que dijo.

   —¡Hijo de mi alma! —seguía diciendo la pobre mujer abrazada del muerto.
   Luego llegaron los gendarmes, el secre y el síndico, pa levantar el acta. Yo me hice a un lado porque no quise ver que lo hurgaran. Me fijé en el bombín aplastao que todavía traía en la mano, y con mucha furia le di un testerazo… Como era de buena calidá, pos tronó igualito que siempre y otra vez se puso
como nuevo, muy inflao y redondito.

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