Nos conocimos hace muchos años.
En aquel entonces ambos éramos unos niños.
Se puede decir que crecimos juntos y nos veíamos casi a diario; como a la hora de peinarnos para ir a la escuela. Lo hacíamos siempre juntos, frente uno del otro.
Conforme fuimos creciendo nos veíamos con más frecuencia, y mucho más en la adolescencia; ya sacándonos los barritos y espinillas de la cara; ya acicalándonos para parecer, según nosotros, más atractivos a los ojos de las chicas…
A veces también, y no me da pena decirlo, ya de más grandes, nos gustaba vernos haciendo cosas obscenas… era muy excitante.
Pero con el paso de los años, él cambió mucho; se fue haciendo viejo, gruñón y desaliñado. Su cara ya no sonreía alegre, ni se le veía feliz como antaño.
Su mirada perdió aquella luminosidad que tanto me gustaba ver en sus ojos, y la mueca de amargura que se dibujaba en sus labios, nada tenía que ver con la radiante y contagiosa sonrisa de ayer.
El problema es que, así como le veía, así me hacía sentir; como él. Por eso ya no me gustaba verle… me resultaba molesto… incómodo…
Desde hacía ya algunos años le rehuía al encuentro, y si este se daba, le rehuía la mirada… le escondía la cara…
Le sentía cada vez más insoportable… tanto, que llegué a odiarle… tanto, que llegue a pensar en deshacerme de él… tanto, que ayer lo he logrado…
Sí… ayer rompí el espejo, para no mirarle.
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